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¿Qué vieja querés ser?

Elena Fonseca

Dentro de  ciertos parámetros es posible  contestar  esta pregunta, es decir, podemos elegir qué tipo de vieja ser.Solo que para eso tenemos que empezar antes. Antes de ser viejas.

 

Ir pensando, sabiendo en qué consiste la etapa después de la madurez, que se llama vejez,debemos tutearnos con ella, ir dándole el respeto que se merece. Como la niñez, la adolescencia o la madurez. Envejecer no es ser vieja, es un proceso.

 

¿Cuándo aparece la vejez? ¿Cómo la reconocemos?


Es una etapa de pérdidas de todo tipo, a menudo de enfermedades  y siempre  de  cercanía con la muerte, término  tabú del que nunca tendremos experiencia propia. Una etapa sin  futuro, sin  planes. Pero si existe el presente, ¿por qué desdeñarlo, por qué no detenernos en él, dure lo que dure? Sea como sea. Apoderarnos del sentido de cada término, nombrarlo nosotras mismas y saber que hasta la palabra muerte, puede ser una dulce compañía.

   

Y ese es uno de los primeros aprendizajes. “Carpe Diem”, ese día que ya no tiene 24 horas, ese día que puede durar años. Se habla de pérdidas y se descubre que se puede dialogar con los muertos, entablar una relación y poblar los silencios. Se supone que ya no se vive la sexualidad y no se puntualiza a qué tipo de sexualidad nos referimos, porque hay muchas formas de placer, la libido no se detiene nunca, a no ser que la desaparezcamos con más tabúes.

 

Hasta ahora, sobre las vejeces hablan “los otros, las otras”, que por lo general no hacen diferencia entre una y otra etapa y asimilan la vejez con la enfermedad, con los médicos, con los medicamentos, consideran genéricamente a todos sus integrantes y así también interpretan masivamente sus gustos y sus necesidades.

 

En las escuelas cuando por casualidad alguien pide dibujar  una vieja, es siempre una con bastón y  joroba, es la típica vieja  narigona y fea.

 

Para llegar a esa simplificación de la imagen  tuvo que haber habido mucho tiempo de desprestigio de esta etapa de la vida. Mucha descalificación. ¿Por qué tanta? Porque la sociedad es pragmática, es utilitaria y considera que lo que no tiene valor económico, no sirve. Y la vejez no es productiva. ¿O sí puede serlo?

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Recordemos las poco felices palabras de Christine Lagarde, presidenta del Fondo Monetario cuando dijo que los viejos eran una carga para los estados. O las de un ministro de Estado de Japón que sugería la auto renuncia a los tratamientos costosos de enfermedades terminales.

 

Para la sociedad las viejas no servimos. No procreamos desde la menopausia y no producimos desde la jubilación. Y como no somos sujetas se nos atribuye una existencia  en la que  somos todas iguales. Y nosotras mismas, cómplices del poder al representarnos, lo hacemos a través de la visión de los otros, y como anteriormente tuvimos una identidad, la de niña, de adolescente, o de persona madura, nos invade una sensación de despojo. Ya no tenemos identidad más que de rebaño.

 

Ejemplos de esta descalificación los encontramos recorriendo simplemente la historia, los mitos, la literatura que no ha sido por cierto benévola con nosotras. Desde los cuentos de hadas hasta  “La Celestina” abundan los ejemplos odiosos de mujeres viejas, malas, feas, madrastras celosas, asesinas, con espejos mentirosos. En el cine  las pocas mujeres viejas que aparecen, cuando aparecen, lo hacen en roles secundarios de dependencia hacia el rol principal, o de abuelitas complacientes. 

 

Por otro lado el culto a la juventud, los

mandatos estéticos que derivan del 90-60-90 y sus aledaños, hacen del negocio de la estética femenina un bastión de dudosa reputación.

 

Nada ni nadie  determina exactamente en qué momento se es vieja o viejo. Estamos nosotras,  que a la primera cana pensamos que la juventud se acabó, y a la primera arruga que el “drama” de la vejez ha dado comienzo.

            

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Pero hay varias formas de contar los años, hay varias edades. Está la edad cronológica, la del cumpleaños; la edad fisiológica, la que depende de las normas del trabajo: “Abstenerse  mujeres mayores de 45…”; la edad social, que te dan según lo que aparentes; y está la edad subjetiva, la que una misma siente y que produce bienestar según se enfoque.

 

Estos tipos de edades confirman que no existen “los viejos o las viejas”, sino que cada una y uno podemos ser diferentes. Somos diferentes.

 

Ser vieja es una construcción social, no natural, es una construcción colectiva.

 

Pero  somos dos quienes tenemos que ver en este  asunto de la vejez. Por un lado cómo nos ve la sociedad, por otro cómo nos vemos nosotras mismas.

 

¿Qué efectos tiene en nuestra psiquis si nos quedamos con la primera percepción? Es un  destrato que hacemos carne sumisamente adoptando sin cuestionar, miedos, rabias, culpas, desconfianzas, soledades.

 

Miedos ¿a qué?

Culpas ¿de qué?

Rabias ¿a quién?

 

Cuántas cosas no dichas. Cuántos supuestos aceptados. Cuántas vergüenzas escondidas.

 

Los y las viejas no conocemos nuestros derechos, no sabemos que son derechos humanos de los que no nos pueden privar.

 

Hablo de dignidad.   

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No protestamos durante la pandemia cuando en las residencias para la tercera edad se suprimieron las visitas familiares, no nos percatamos que para defender nuestra salud, nuestra vida, se estaba atentando contra nuestra calidad de vida.

 

Simone de Beauvoir publicó en 1970 un libro, La Vejez,  denunciando los malos tratos hacia los ancianos en los residenciales de la época. Pasaron 50 años. Poco ha cambiado el enfoque.


Quién nos dice lo que no hay que decir. Quién decreta lo que hay que aceptar.

 

Siempre la sociedad. La gente. Las autoridades. El deber ser. El statu quo. El Patriarcado, en una palabra.

 

Como feministas sabemos que no hay un orden natural que determine  nuestros comportamientos, nuestros roles, nuestro destino. ”No se nace mujer, se deviene mujer”. Todo, o casi, se puede cambiar.

 

Como feministas viejas sabemos que las “culpas” no son nuestras, que la mala madre que a veces pensamos que fuimos, que la poca atención que pusimos a la “sopa fría” no era así, lo sabemos y lo supimos. Sabemos que “el rol” que nos tocó fue armado por un sistema que nos utiliza. Que no son nuestros actos los que generan la violencia. Sabemos que los miedos que nos circundan se originan en la forma en que la cultura nos ha visto, frágiles, débiles, obedientes.

 

Nuestros intentos de  autonomía asustan a los demás. Nuestra imperiosa necesidad de dignidad, desconcierta.

 

No se ha construido todavía una imagen positiva de esta etapa. Y como dice la filósofa inglesa Jean Franco, “hasta que no perdamos la vergüenza de sentirnos viejos, no habrá un pensamiento político de la vejez”. Ser vieja con autonomía, con dignidad, es resultado de una construcción social.

 

Pero nosotras sabemos. O tenemos que saber que estos 20 o más años de vida que nos da la salud, van de yapa**.  Es decir que tenemos que construir  esta etapa, construir una manera de vivir sin dejarnos llevar por nuestras enemigas. Que son varias y poderosas. Y están adentro nuestro.

Uno de los derechos que se le intenta recortar a las viejas es el de la autonomía. Produce miedo que salgan de su casa por su notoria fragilidad, que mejor que no se arriesguen a una caída, o a la violencia callejera. Y de esa forma comienza la infantilización en el trato hacia las mujeres viejas, que se expresa de muchas formas en el lenguaje, en las prohibiciones, en los controles constantes con relación a su salud, etc.

 

La autonomía no se regala, y conseguirla se paga  caro. Todos los derechos que se adquieren, se pagan, la sociedad los cobra de alguna manera. Desobedecer las convenciones, romper los tabúes,  no seguir las normas, implica estar creando una nueva imagen de vieja.   

 

La vejez es una etapa más de la vida, no es una enfermedad, no es solo la etapa terminal. Es una etapa y punto. Y hay que saberla vivir, no donarla a las renuncias obligadas. Porque es mucho tiempo el que se nos ha adjuntado, no lo tiremos por la borda.

 

Para conseguir autonomía tenemos que pelear contra los prejuicios, contra la prensa, contra lo políticamente correcto. También contra la soledad, contra el aislamiento, colectivizarnos en la medida de lo posible y de vez en cuando, reírnos de nosotras mismas.

 

Un día, cuando tenía 75 años, fui al médico y le pedí a una de mis hijas que me acompañara. Luego de la consulta y de mi relato, el susodicho vuelve con la radiografía y se dirige a mi hija, “su madre tiene tal y cual cosa”.

 

Me habían  despojado de mi identidad. Yo era una anónima. Me habían tocado la dignidad de ser persona.

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* Recupero el término “viejas o viejos” por considerar que es  la acepción original. En el Diccionario de María Moliner, Viejo/a: “Se aplica a personas y animales de mucha edad.”

Las demás acepciones son vueltas de tuerca, eufemismos  culposos para no asumir  el menosprecio que el término fue adquiriendo en el correr de los años. Consideramos  por consiguiente que “Tercera edad”, “Adultos/as mayores”, etc. son subterfugios para no decir las cosas por su nombre. Y decimos viejas con cariño.

 

** Yapa: “propina, regalo, caramelo, ramito de perejil”. Idem de MM.

*** estas palabras fueron enviadas al Encuentro Feminista de Mujeres mayores de 60 años, realizado en Colombia, en el mes de setiembre.




 

Elena Fonseca

Uruguaya

Feminista

Integrante de Cotidiano Mujer

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