La pandemia que está dejando a la sociedad sin maquillaje
Clara Fassler
Lo peor de las pestes no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda a las almas y ese espectáculo suele ser horroroso.
Albert Camus, La peste, 1947
Érase una vez un emperador muy poderoso cuyo reinado se extendía sobre gran parte del planeta. Llegó a sus oídos que un grupo de sastres famosos estaba de visita en su ciudad. Rápidamente los mandó a llamar y les ordenó que le hicieran el traje más hermoso que se hubiera visto jamás. Después de un mes, los sastres anunciaron que el traje estaba listo y el emperador citó a su corte para hacerla partícipe de tan magnífico acontecimiento. Los sastres celebraron su tarea y anunciaron que solo los tontos no podrían ver el maravilloso vestido invisible que habían confeccionado. Ni el emperador ni los cortesanos quisieron ser catalogados como tales: se deshicieron en alabanzas del vestido y de lo magnífico que lucía el emperador Más tarde el emperador decidió mostrar su vestido al pueblo y, acompañado de una gran comitiva, desfiló por las calles de la ciudad. Sus súbditos lo aclamaban y destacaban la belleza del traje para alegría del emperador quien se ufanaba de su acierto en contratar a los sastres. De repente, un niño pequeño se soltó de la mano de su madre y corriendo gritó: ¡el rey está desnudo, el rey está desnudo! Velozmente, y ante los alaridos del soberano, los cortesanos se lanzaron a cubrir la desnudez que el niño, inocentemente, había puesto al descubierto.
El coronavirus, al igual que el niño del cuento –pequeño y sin segundas intenciones– ha puesto al descubierto enormes grietas societales que son disimuladas –e incluso naturalizadas– y ha colocado en tela de juicio algunas cuestiones aceptadas, generalmente, como verdades. El coronavirus no es solo una pandemia, un problema sanitario; es una crisis global que nos interpela desde múltiples dimensiones y exige respuestas.
Quizás, el primer ajuste de cuentas con la realidad es concientizar y vivenciar intensamente nuestra vulnerabilidad como seres humanos y como especie, con el consiguiente correlato de angustias, miedos, stress y sus diversos impactos en la salud mental de las personas: malestar, anorexia, insomnio, depresión, fobias, etcétera. La muerte y la enfermedad han salido de las bambalinas y se han instalado en la cotidianidad como una amenaza a nuestra integridad y por lo tanto a nuestra seguridad vital. El cuerpo cobra su lugar, no ya en términos de potencia infinita, juventud y belleza, sino de sostén necesario de la vida; el cuerpo requiere cuidados y buenos tratos.
Nos envuelve, además, la incertidumbre. La pandemia de coronavirus nos ha dejado sin respuesta cierta en relación a su origen, su curso y las formas de enfrentarla. Las armas para contrarrestarlas (vacunas, antígenos, sueros, medicamentos) con que contamos en el presente son inexistentes o ineficaces. El enemigo está en todas partes: un estornudo, una superficie no demasiado limpia, un abrazo, un alimento son potenciales vías de contagio. Los seres humanos nos transformamos en riesgo real o potencial para los demás. Las conductas propias y ajenas, que antes eran más inocuas, ahora deben revisarse y las seguridades proporcionadas por las rutinas y costumbres ya no están.
La carencia de certezas no solo abarca las interrogantes respecto a la pandemia. Se agrega la incertidumbre asociada a los efectos de las medidas tomadas para combatirla: aislamiento, distanciamiento social, suspensión de vuelos, cese de clases, cierre de lugares de esparcimiento, etcétera. Los efectos psicológicos, sociales y económicos presentes y futuros son previsiblemente enormes sumados a la sensación de amenaza, miedo y de tiempo vacío, congelado. No es posible contar con certezas de futuro y, por ende, se vuelve difícil proyectarlo y proyectarse en él.
Los efectos deletéreos de la crisis se agudizan por la falta o inseguridad en el empleo, el recorte de ingresos, la incertidumbre en relación al curso y desenlace de la pandemia, y sus efectos en la economía global. Se habla de una crisis tan severa como la del 29. Las medidas de aislamiento implementadas como estrategia preferencial para prevenir el contagio han hecho patente la importancia que tiene el contacto físico con otros seres humanos para nuestro equilibrio mental y afectivo y que éste no es reemplazable totalmente por el contacto virtual. El cuerpo del otro, la cercanía física y emocional parecen ser condiciones para el bienestar de las personas y releva el carácter interdependiente del homo sapiens.
La experiencia de aislamiento prolongado y generalizado nos interpela sobre el valor y los límites de la comunicación virtual en sus diferentes formas, especialmente si pensamos en el futuro. ¿Cuánto de nuestras comunicaciones y acciones estarán intermediadas por una pantalla o teléfono? ¿Estos avances tecnológicos nos aproximarán o, por el contrario, redefinirán las distancias esperables de la comunicación humana? ¿La comunicación virtual reemplazará el encuentro vis a vis del acto médico o educativo? ¿En qué medida?
La pandemia cuestiona, también, la creencia tan difundida de la supremacía humana sobre la naturaleza y la aspiración de control absoluto de ella. Las visiones ecológicas que vienen mostrando las infinitas relaciones entre la naturaleza, el orden social y el orden económico contribuyen a comprender mejor la génesis de esta pandemia y obliga a conocer y complejizar los análisis para tomar las decisiones políticas y económicas más adecuadas. También exigen una redefinición de nuestra relación como especie humana con la naturaleza, en el sentido de aceptar nuestra interdependencia y el compromiso de respetarla.
El coronavirus ha sacudido y trastocado el valor asignado a determinadas actividades habitualmente menospreciadas o simplemente no consideradas. Es así que la ciudadanía ha descubierto el papel central que cumplen en el bienestar colectivo –y valora con aplausos– al personal médico y no médico de la salud, al personal de limpieza de la ciudad, a los trabajadores que mantienen en funcionamiento servicios esenciales como farmacias y expendio de alimentos, etcétera.
La crisis está poniendo al descubierto las bases reales de sustentación del sistema. Tal como lo han dicho reiteradamente las feministas, las tareas reproductivas son el cimiento sobre el cual se levanta el andamiaje económico y social. Comprenden una infinidad de acciones tendientes a promover y asegurar la supervivencia, el crecimiento, el desarrollo integral y el bienestar de las personas. La reproducción en nuestras sociedades está a cargo, en buena medida, de las mujeres. Es un trabajo, en general, no remunerado, invisibilizado, naturalizado –incluso por las propias mujeres– que no tiene reconocimiento social y cuya retribución es nula o escasa. Sin embargo, los cuidados constituyen una parte importante de la reproducción social.
Cuidados, género y vejez
Todos y todas necesitamos ser cuidados a lo largo de la vida, en distintos momentos. Los cuidados procuran brindar apoyo a las personas –crónicas o coyunturalmente vulnerables y dependientes– en el desempeño de las tareas cotidianas (comer, vestirse, asearse…) y estimular la autonomía y el ejercicio de derechos de las personas. Los cuidados, habitualmente invisibles, han adquirido una relevancia singular en esta pandemia. La suspensión de actividades presenciales en los centros de atención a la infancia y en los centros de enseñanza primaria y secundaria ha dejado a cargo de las familias la totalidad de las tareas de cuidado de niños, niñas y adolescentes que eran compartidos con las diversas instituciones educativas y de cuidados. Más aún, por el aislamiento asignado a las personas mayores, mucha de las tareas de cuidado realizadas por ellas, especialmente por las abuelas, han debido de ser asumidas en exclusividad por las familias, con todo lo que implica la consiguiente sobre carga de trabajo. Se evidencia así, y de manera indirecta, algunos de los importantes aportes que las personas mayores realizan cotidianamente al bienestar colectivo y de sus familias.
En suma, la demanda de cuidados ha aumentado aceleradamente y la oferta ha disminuido en la misma proporción, lo que dio lugar a un déficit muy importante y difícil de cubrir. Las tareas de cuidado remuneradas y no remuneradas son realizadas habitualmente por las mujeres, quienes usan dos tercios de su tiempo en este trabajo. Son ellas las que están asumiendo y resolviendo la sobrecarga de cuidado ya existente e incrementada por las medidas prescritas para enfrentar el coronavirus.
En muchos casos se deben conciliar los cuidados con el trabajo remunerado, ya sea que éste se efectúe en casa (teletrabajo o similares) o fuera de ella. Estudios actuales del uso del tiempo realizados durante la pandemia confirman la archisabida desigual división sexual del trabajo de cuidados, que se agudiza en los hogares más vulnerables, ya que los varones de ese estrato, a pesar de no estar trabajando remuneradamente, no modifican su participación en las tareas de cuidado[1].
La sobrecarga de trabajo no remunerado impacta negativamente sobre la salud física y emocional de las mujeres (malestar, stress, depresión). Además, limita seriamente sus posibilidades de trabajar en trabajos decentes y de desarrollarse como personas, dada la necesidad de conciliar el trabajo de cuidados y el trabajo remunerado. Las medidas que se han tomado para controlar la difusión del virus están teniendo importantes efectos sobre el empleo y los ingresos, especialmente en los sectores más vulnerables de la población. Si bien los problemas para acceder al empleo afectan a hombres y mujeres no impactan de la misma manera. Son éstas las que tienen más empleos precarios e informales, por lo que el desempleo las deja sin protección social. Además, están más expuestas a la desocupación por la segmentación laboral: una parte importante de la ocupación femenina se realiza en el sector de servicios (turismo, restaurantes, servicio doméstico, cuidados), que ha sido afectado drásticamente para sostener el aislamiento social.
El covid-19 es altamente contagioso e infecta a todas las personas cualquiera sea su edad. Sin embargo, los impactos de la infección son diferenciales ya que las personas mayores de 65 años o las que tienen alguna patología concomitante (hipertensión, diabetes u otras) están más expuestas a complicaciones graves y a morir a causa de estas. De allí las prescripciones más severas y prolongadas de aislamiento para esta franja etaria. Las mayores tasas de morbimortalidad por coronavirus a nivel internacional y nacional se encuentran en las residencias de larga estadía, lo cual revela el estado de abandono y precariedad de mucho de estos lugares.
En Uruguay hay aproximadamente 15 mil personas que viven en dichas instituciones y un alto porcentaje son mujeres, porque su longevidad es mayor que la de los varones. En palabras del secretario de la Presidencia, Álvaro Delgado, aproximadamente un centenar de estos establecimientos –de los mil que se han podido contabilizar– tienen condiciones tan deplorables que son consideradas como infrahumanas. Solo un porcentaje pequeño de las residencias están habilitadas; y la fiscalización y el monitoreo son insuficientes a pesar de las incipientes acciones desarrolladas por la pasada administración a través de la creación del Sistema Nacional Integrado de Cuidados.
Menos alarmante en el presente, pero igualmente preocupante es la situación de las personas adultas mayores. La mayoría son mujeres que viven solas y que dadas las medidas de aislamiento se encuentran en una situación de mayor dependencia y de mucha soledad. Ambas situaciones son generadoras de vulnerabilidad, malestar y, a menudo, también de diversas patologías. Las políticas públicas destinadas a la vejez y a la discapacidad han sido y continúan siendo residuales, lo cual expresa la baja prioridad que tienen en la distribución de los recursos.
Para el gobierno actual, los cuidados no han sido objeto de preocupación durante la pandemia. No se han implementado medidas que permitan, por lo menos, aliviar el déficit de cuidados existente en los hogares. Se da por sentado que la población se las arreglará de alguna manera. Sin embargo, es de suponer que este déficit aumentará en la medida en que la actividad económica reactivo y los adultos –y sobre todo las adultas– deban volver al trabajo presencial sin que se reanuden la actividad escolar. Tampoco se han delineado cursos de acción para atender a las personas mayores, a quienes se les plantea “quedate en casa”, como alternativa única, indiscutible e indefinida en el tiempo.
El déficit de cuidados y el que previsiblemente se hará presente en el futuro cercano compromete tanto quienes son cuidados (niños, niñas, adolescentes, personas mayores y discapacitadas dependientes) como a quienes cuidan. Los efectos negativos sobre el bienestar, seguridad y autonomía de las personas se traducen en malestar, sufrimiento y enfermedad física y mental. Por lo cual, es imprescindible que las autoridades refuercen el Sistema Nacional Integrado de Cuidados, aumenten y diversifiquen la capacitación de las cuidadoras, regulen las nuevas categorías laborales y contribuyan de manera efectiva a impulsar la corresponsabilidad en el cuidado entre hombres y mujeres, y entre generaciones. Los cuidados no son un lujo, son parte sustantiva de la vida y, por tanto, deben ser objeto de política pública, con la adjudicación de los recursos correspondientes
Algunas reflexiones
Sin duda, la pandemia de coronavirus constituye un gran desafío, especialmente mientras no se cuente con las vacunas y/o medicamentos que puedan impedir la expansión del contagio con su correlato de enfermedad, complicaciones y muerte. Mientras tanto –y eso es un tiempo indeterminado– conviviremos con el virus y deberemos adaptarnos a esta nueva situación, lo que, seguramente, modificará, entre otros aspectos, nuestras pautas de relacionamiento, el acceso a los servicios, al mundo del trabajo, etcétera. Esta pandemia no es sólo una crisis sanitaria, es también una crisis global de gran magnitud que abarca cuestiones económicas, sociales y culturales; problemas complejos de difícil y polémica resolución que requerirían ser abordados por la sociedad en su conjunto. La pandemia ha intensificado la expresión de intereses muy diversos y contradictorios que tendrán que ser laudados, en el mejor de los casos, usando los diferentes dispositivos democráticos que cada sociedad ha construido. Sin embargo, es posible –y muchos pronostican esta alternativa– que se incrementen y consoliden modalidades autoritarias para imponer intereses particulares al conjunto de la sociedad.
Muchas personas se preguntan por el día después. Las respuestas a esta interrogante muestran posiciones encontradas. Para algunos esta crisis constituye una oportunidad para reflexionar y revisar el orden existente y proponer nuevas formas de organización social que coloquen en el centro a los seres humanos y su contexto, sus necesidades, derechos y aspiraciones. Un orden que priorice la vida que promueva la igualdad y la solidaridad como valores sociales centrales, que respete a la naturaleza y su conservación, que promueva la integración entre países y la paz. Todo esto requiere de una ciudadanía activa y participante, de reglas de juego claras y democráticas y de un Estado fuerte con capacidad de orientar y regir el desarrollo, y de regular y controlar el mercado.
Otras miradas, en cambio, añoran una vuelta a la normalidad, lo cual es entendido como la reanudación del funcionamiento social previo a la pandemia, con sus conflictos, inequidades y beneficios individuales o de pequeños grupos. La disputa entre actores con estas visiones polares no tiene una fácil definición. Probablemente, y más allá de los deseos y voluntades de personas y grupos, no habrá un día después sino un largo período de reajustes cuyo sentido es incierto. Probablemente, ni se abrirán las puertas del paraíso ni todo quedará igual. Remontar los costos de esta crisis será uno de los grandes desafíos a los cuales se enfrentarán los países en los años venideros y el destino de grandes contingentes de personas dependerá de cómo se resuelva esta disputa.
[1] ONU Mujeres. Webinar 5/6/2020. Impactos por Covid-19 en las dinámicas familiares y reproductivas