La pandemia y la virulencia del sistema
Maria Betânia Ávila / Verônica Ferreira
¿Qué mundo es este que nos ha hecho llegar a este tipo de cosas? Una pandemia incontrolable y veloz avanza sobre la vida humana a escala global. El poder del virus desafía a la ciencia, a los Estados y a las entidades multilaterales. El asombro proviene de los sucesivos anuncios, incluso en los países del norte, de la incapacidad de salvar vidas y del número de muertes diarias, así como de las terribles imágenes que se difunden a toda velocidad.
Cuando todo comenzaba todo parecía estar al revés: los países del norte eran los más afectados y los primeros casos latinoamericanos se daban solo entre personas ricas y adineradas que traían el coronavirus en sus equipajes transatlánticos de turismo o de negocios. Sin embargo, el avance de la pandemia nos mostró que el mundo estaba exactamente en el mismo lugar y que tanto el poder letal del virus como su ruta se expandían por el terreno de la desigualdad, la desprotección, la inseguridad social y de la devastación ambiental provocada por un sistema capitalista-patriarcal racista.
La pandemia de covid-19 evidenció las desigualdades que definen la vida y la muerte de los grupos humanos. Es la virulencia capitalista, en su etapa neoliberal, lo que se abate sobre el planeta. La pandemia nos muestra las vidas que tienen valor y las que parecen no tenerlo. Desvela la amenaza que este sistema nos impone a todos los seres vivos y las desiguales condiciones de vida, vivienda y salud en las que se produce el trágico encuentro entre el nuevo coronavirus y el “minúsculo y frágil cuerpo humano”. Tal relación entre coronavirus y seres humanos es mediada no solo por los procesos fisiológicos que acarrea, como la letal SARS-2 y otros efectos aún no conocidos, sino también por las relaciones sociales que convierten a los seres humanos en grupos sociales desiguales: pobres, negras y negros, poblaciones indígenas, mujeres. En el centro de esta tragedia se encuentran grupos poblacionales enteros desprovistos de la protección del Estado, de los sistemas universales de salud, del desarrollo científico, así como de las condiciones ambientales necesarias para vivir.
Por lo tanto, el problema no radica totalmente en la llegada del coronavirus. Los virus no paran de surgir; de hecho, esto forma parte de la contingencia y de la interdependencia ambiental que caracteriza la vida humana en este planeta. El problema está en las condiciones en las que el virus nos encuentra. Si el virus nos afecta a todos por igual, entonces serán las condiciones socioeconómicas las que definan quien está más o menos expuesto y expuesta al contagio. Las personas que ya hayan sido infectadas tendrán más o menos posibilidades de sobrevivir en función de tener más, menos o ninguna condición para cuidarse, y de tener acceso o no a los servicios de salud y a una atención de calidad. Quienes cuenten en los espacios y territorios donde viven con condiciones sanitarias básicas como agua corriente y limpia, espacios sin basuras, sin alcantarillados a cielo abierto y sin insectos transmisores de otros tipos de enfermedades –condiciones que vuelven a las personas todavía más vulnerables– tendrán más posibilidades para garantizarse los cuidados diarios necesarios para prevenir el virus. Estas son apenas algunas de las necesidades básicas e imprescindibles en cualquier momento de nuestra vida y que se revelan inexorablemente fundamentales para la sobrevivencia en este momento.
La pandemia revela y profundiza los efectos del sistema capitalista-patriarcal racista en la vida humana, mostrándonos su cara destructiva y predatoria; expone con toda su contundencia el grado de desigualdad social, de raza, de clase y de género que nos divide y segrega. No cabe duda de que la pandemia instaura una crisis social y sanitaria general, pero las condiciones en las que vivimos son totalmente diferentes dependiendo del país y del gobierno, de las condiciones de sus sistemas de salud, de la protección social y de las condiciones de vida definidas por clase, raza, etnia y género.
Las causas de la tragedia actual no pueden tratarse si no consideramos las devastaciones causadas por las políticas neoliberales en curso durante estas últimas décadas, políticas que ahondaron en los procesos de acumulación de capital en detrimento de la vida humana, de la preservación de la naturaleza y del planeta en su conjunto.
En el caso de nuestro país, Brasil, la tragedia de la pandemia se da en un contexto de profunda y abismal desigualdad social y dentro de un gobierno federal absolutamente irresponsable a la hora de garantizar las condiciones necesarias para la vida humana, además de ser autoritario y declaradamente adepto y operante de una política de muerte para los grupos sociales que desprecia, como anunció en su campaña: población pobre, negra e indígena. Este gobierno encontró y hace del coronavirus su marca masiva de muerte. Las actitudes personales del presidente se expresan con una burla y un desdén que amenazan cotidianamente la vida de la población, sobre todo la de los trabajadores y trabajadoras, de las poblaciones negras e indígenas, de las mujeres –que son mayoría en esos grupos sociales– y la de la población LGTB. A lo largo de estos últimos años, la violencia y la represión política del Estado y la violencia social en el día a día son evidencias del contexto conservador y fundamentalista y del debilitamiento de los sistemas democráticos en el mundo y en nuestra región.
En este trágico período, la pandemia ha destapado la explotación y la desigualdad. Las largas colas, durante la cuarentena, formadas por los más pobres y los trabajadores y trabajadoras informales para recibir la ayuda de emergencia son una clara expresión de esta desigualdad. La necesidad imperiosa de quedarse en casa revela la situación de todas aquellas personas que no tienen casa, o que viven amontonadas y amontonados en condiciones ya de por sí mortíferas en las prisiones. La pandemia ha puesto de manifiesto que, si la casa es un espacio de protección contra la enfermedad, para las mujeres, niñas y niños representa un lugar de riesgo y vulnerabilidad ante la violencia física, psicológica y sexual; están protegidas del virus, pero no del poder ni de la violencia de los hombres. La sobrecarga con el trabajo doméstico y con los cuidados es la otra cara del confinamiento en casa: un lugar de privación de tiempo y de agotamiento corporal, que fragiliza los cuerpos de las mujeres ante la posible infección. Por otro lado, el trabajo doméstico remunerado, nunca antes reconocido como esencial, es requisito en esta condición para mantener el privilegio de las familias de clase media. A costa, incluso, del sacrificio de la vida. La primera mujer que murió por covid-19, en Brasil, era una trabajadora doméstica negra.
Sobre todo, esta pandemia nos está mostrando el racismo. Nos lo muestra en el número de muertes de personas negras y pueblos indígenas en Brasil y en otras partes de América Latina. Se revela en lo cotidiano, en los cuerpos que hoy, por su condición en el mundo del trabajo, están más expuestos a el covid-19, son las trabajadoras domésticas, los jóvenes entregadores de ifood, el cuerpo del niño que cae en la ciudad de Recife, y el hombre negro asesinado en los Estados Unidos de América. El racismo mata. Y mata masiva y cruelmente.
La ideología dominante construyó una apariencia de vida social en la cual las necesidades humanas, concretas y diarias, no se tienen en cuenta. El lucro es siempre, y cada vez más, lo que importa. Y la ideología neoliberal de los “individuos que se hacen a sí mismos” también se viene abajo, cuando una pandemia amenaza la vida y hace ineludible la interdependencia necesaria para que nos podamos proteger. La tan vendida seguridad neoliberal cae cuando una pandemia revela la brutal inseguridad, individual y colectiva, que sus políticas imponen a la humanidad entera. No solamente el covid-19 y todos los miedos que evoca, sino también el amplio trastorno crónico de ansiedad y depresión, sobre todo entre jóvenes, que ya venía siendo síntoma de que este sistema no nos sirve.
Los problemas son estructurales y mucho más amplios que los mencionados anteriormente y, a pesar de ser globales, las particularidades de la situación de cada país son desigualmente diferenciadas. En esta crisis, se ha hecho más evidente que nunca la importancia absoluta del trabajo y, por lo tanto, la de todas aquellas personas que lo realizan: la clase trabajadora. Muchos gobiernos hablan solo de economía. Pero lo que todavía hace girar la economía es el trabajo, los trabajadores y las trabajadoras son realmente los productores. Para aumentar la riqueza de las élites y, por consiguiente, la pobreza de la mayoría de la población, son muchas las reformas, reestructuraciones, invenciones y tecnologías usadas, incluso en este contexto.
La crisis sanitaria es, en el fondo, una crisis de la forma de la organización social y de las posibilidades del vivir. Lo que la realidad muestra, globalmente, es que no se podrá contener la pandemia sin contener el capitalismo y la apropiación desenfrenada de los recursos públicos a favor del capital, sin frenar el despojo de territorios y áreas comunes y el descarte de las poblaciones, sin parar el corte en la inversión social de los Estados y en sus sistemas de protección social, sin detener la sobre explotación que desgasta y descarta los cuerpos convirtiendo a las personas en mercancías –fuerza de trabajo sin el mínimo derecho de protección– y sin terminar con una forma de organización social que admite –y en el caso de la extrema derecha también defiende– el descarte de grupos sociales y poblaciones enteras ya sea mediante la violencia del Estado, el encarcelamiento o las enfermedades devastadoras.
En este tiempo de pandemia, las contradicciones del sistema son tan indiscutibles que no hay cómo ocultar las desigualdades sociales que estas provocan. Cuando el aparente consenso parece perder fuerza, es necesario usar el autoritarismo político y la represión para mantener el orden dominante. Esto lo enseñó Gramsci. Y ahora es el caso de Brasil.
Contra toda esta virulencia, e incluso durante la cuarentena, las voces insurgentes se levantan y las luchas históricas muestran toda su relevancia. El movimiento feminista trajo la vida cotidiana como una dimensión de la democracia. No porque, en esencia, sean mujeres sino por su propia experiencia social e histórica.
El enfrentamiento a la pandemia trae de nuevo la rotunda necesidad de garantizar derechos colectivos para solucionar problemas globales y la urgencia de encontrar salidas anti sistémicas. Derechos universales, como derecho a la salud, a una renta de sobrevivencia, al agua y a la vivienda, están en el centro de las pautas de enfrentamiento a la pandemia. Para ello, se reposiciona también la necesidad de sistemas tributarios justos, en los cuales los más ricos paguen más y el capital, principalmente rentista y parasitario, financie la ampliación de derechos y protección social. En el horizonte de nuestras luchas recolocamos la necesidad de reorganizar las jornadas de trabajo para enfrentar la escasez del tiempo provocada por la forma hegemónica de organización social de la producción y de la reproducción.
Nosotras, movimiento feminista, recolocamos la utopía necesaria para enfrentar al mundo de la distopía. Queremos transformar el mundo y construir un modo de vida rescatando experiencias e inventando nuevas formas de organizar la producción y la reproducción de la vida en común. Queremos democracia no solo como un sistema político, sino también como una forma de organización de la vida social. Esta democracia que tenemos es una democracia burguesa, nada democrática, y sirve para garantizar el poder y el lucro de las élites. Pero en nuestro país, incluso esta democracia está amenazada en sus formalidades y garantías institucionales. Queremos un trabajo pleno de sentido para quien lo realiza y no para garantizar la ganancia de quien nos domina, oprime y explota.
Somos mujeres feministas en la lucha anti sistémica. Somos la resistencia y la defensa de la democracia, contra el poder despótico que se instaló en nuestro país. En la pandemia y más allá de ella, nos comprometemos con la construcción de alternativas al sistema, hechas en el horizonte de las luchas y en la vida cotidiana. Nuestra revuelta necesita ganar profundidad y una consciencia crítica, que lleve a todas las personas oprimidas, y por tanto a la mayoría, a una confrontación bajo formas plurales y radicales de lucha, como un compromiso histórico con todos aquellos y aquellas que perdieron sus vidas y como un devenir de rupturas con este orden social global y una construcción de vida en común.
(Fuera Bolsonaro y Mourão)